LUIS LEONEL LEON:
El presidente Barack Obama, en la Sala Este de la Casa Blanca, anuncia a la nación el domingo por la noche la muerte de Osama bin Laden.
El enemigo número uno ha muerto. Y Barack Obama, gracias a ello, dio el discurso más importante de su mandato. Y quizás sea el más recordado de su vida. El mundo le aplaudió, estrepitosa o contenidamente, incluso antes de comenzar a hablarle. Millones se emocionaron al unísono. Republicanos, demócratas, independientes de dispares colores. Apolíticos, ateos, occidentales, orientales, gentío sin brújula, incluso atormentados de ciertas izquierdas. Todos (menos quienes odian la libertad y el progreso) estuvieron la noche del primero de mayo con el presidente. Nunca antes les notificó a los ciudadanos de este gran país y al mundo entero una noticia más trascendental. No podía dejar de revelarla él mismo.
De súbito los diarios cambiaron su portada. Las televisoras se movilizaron. Los dormidos abrieron los ojos y encontraron una noche vertiginosamente distinta. De pronto un país diferente. Quién iba a imaginar que imponentes sucesos pasarían a ser tramas secundarias ante el descenso de un solo hombre. La beatificación del papa Juan Pablo II. La evocación del día del trabajo. Las protestas ante las reformas migratorias. Incluso los desastres de Alabama. No podía suceder nada más después que Obama lo confirmara. Y aunque la muerte no suele ser motivo de regocijo, inevitablemente, la noche fue de júbilo y sin programarse se inició la fiesta de la justicia.
El 9-11 fue el día de la destrucción, el vacío y el espanto. Aquel ataque engendró inmenso dolor. Cambió confianza por desasosiego y luto. Aquí se instruyó al líder de Al Qaida para que los afganos se liberaran del comunismo soviético. Estados Unidos recibió una cruel lección. Los extremistas (sea cual sea su ismo) usan siempre un velo para encubrir su amenaza. Jamás serán amigos. Tampoco pobres enemigos. Como bestiales artefactos, entrenados para traicionar, pueden derribar más que dos inmensas torres. Símbolos que parecían intocables. Pueden herir todo un país. Todo un mundo. Desde entonces nada fue igual. Aún no se ha hecho justicia. Pero este es el comienzo.
La muerte de Bin Laden no es el final de la violencia. Otros clanes y caciques recalcitrantes se adiestran e inspiran en la sórdida y perturbada carrera del terrorismo. Maniáticos que intentan demoler lo que reniegan y desconocen. Se arrastran ocultos lo mismo detrás de santas religiones que de generosas ideologías y revoluciones. El peligro se hace arduo cuando se subvalora. Pero Estados Unidos, por suerte, ya lo sabe.
Y sabe que el Islam no es el culpable. No es siquiera la frontera angosta entre el Corán y la Biblia, entre creyentes y descreídos. Es la esquizofrenia inducida. La manipulación a través de la religión y el desconocimiento. Los maléficos, enfermos e hipócritas que dicen ser fieles devotos y asesinan en nombre de una fe deshabitada. Un credo equívoco, infectado de rencores, envidias, trastornos de una cultura lacerada por sí misma.
Obama dijo que matar a Bin Laden se convirtió en obsesión para Estados Unidos. Pero en realidad fue mucho más. Era una necesidad. Para la seguridad de los estadounidenses y para el mundo. Una necesidad para el ánimo, sobre todo cuando la palabra crisis quiere seguir de moda. Se sintió satisfecho el Presidente cuando le dijo al mundo que el terrorista más buscado había caído. Y para mayor orgullo, una operación totalmente exitosa, sin una sola baja norteamericana. Hay que agradecer a ese pequeño grupo de soldados. Al ejército de Estados Unidos. Puede sentirse contento, señor Presidente. Su discurso (aunque para notificar una muerte) quizás ha sido la noticia más feliz del siglo.
Escritor y periodista cubano.
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