EL NUEVO HERALD
Oscar Peña
Hace unos días recibí la visita de una comisión de representantes de diferentes países de América Latina para instarme, como activista cubano de derechos humanos, a que los apoyara y tratara de arrastrar a mis compatriotas a participar y apoyar las marchas y protestas de los hispanos en los Estados Unidos. El resultado del intercambio lamentablemente fue de mutuo desconcierto y falta de identificación. Quizás yo esté errado y la razón esté de la otra parte, pero como escribió el célebre Jorge Luis Borges ''lo que uno cree es tan cierto como la verdad...'' Yo les expresé a ellos, y lo hago hoy públicamente a mis hermanos latinoamericanos, que mi filosofía de la vida y mi condición de hispano no me animaba, estimulaba o impulsaba a reclamar en otro país lo que no hemos sido capaces de hacer en los nuestros. Como latinoamericano en los Estados Unidos siento pena por venir a la casa ajena a reclamar y exigir.
Esgrimir hoy que los Estados Unidos tienen que recibir a todo aquél que se le antoje o tenga necesidad, porque es un país que se formó con inmigrantes y ha sido siempre una nación de puertas abiertas, es un atentado al solidario país, es una irresponsabilidad y es soñar con el estímulo de una irrealidad.
Aparte de que la población mundial no puede trasladarse a residir entera a un territorio, ni existe país que pueda soportar un permanente, desorganizado y voluminoso alud humano, es también algo más grave: estamos renunciando voluntariamente a nuestras tierras. Los hispanos debíamos pensar en el sueño latinoamericano. Trabajar para hacer a nuestros países iguales a los Estados Unidos. Sin embargo, la situación es penosa. Todo parece que el objetivo supremo de los latinoamericanos hoy es hacernos residentes o ciudadanos de los Estados Unidos y después llamar a los familiares en nuestros países para que también hagan lo mismo, de manera legal o ilegal.
Los latinoamericanos estamos hechos de una materia prima excepcional. Nos hemos pasado más de 200 años criticando, acusando y condenando a los Estados Unidos y hoy protestamos airadamente para residir en este país. Obviamente el resultado es que no somos muy serios. A los Estados Unidos no debemos criticarlos, ni invadirlos con nuestras masivas emigraciones, tenemos que imitarlos desde nuestros países en el respeto a las leyes, en que no existe la impunidad, en sostener eternamente la libertad, la disciplina laboral, la productividad, el alto nivel de vida, el balance de poderes, en no tener 104 partidos políticos como en nuestros países, y en que no son como nosotros campeones en golpes de estados, corrupción y populismo barato.
Acabándose el año 1990, el régimen de Cuba, utilizando todo tipo de fuerzas, me montó en un avión para Miami, y transmití a mis colegas de lucha en Estados Unidos que me iban a esperar en el aeropuerto que no estuvieran a mi llegada las cámaras de televisión y los micrófonos de radio, como se acostumbra. Aun con las condiciones de refugiado político para mí era un descalabro y un fracaso tener que salir de mi país. Era ceder mi terreno, era como una rendición, era algo penoso. Nunca he entendido a mis compatriotas de las cadenas de TV y radio hispanas de la Florida cuando resaltan estrepitosamente como primera noticia las llegadas de balseros y emigrantes cubanos por diferentes vías, cuando debíamos tapar y no resaltar nuestras faltas ciudadanas. Abandonar la casa nunca debe ser un mérito. Lo hemos hecho los cubanos y lo están haciendo con menos justificación todos los latinoamericanos.
Es imperativa hoy una reflexión de honestidad hispana. Huimos de lo que hemos creado, hemos participado y hemos permitido. No somos el mejor ejemplo para protestar y crear desórdenes y presiones en tierras extranjeras. Se impone la humildad, la gratitud y el acatamiento de las reglas en la casa del vecino. Para mí lo ético es rugir en nuestros países.
Oscar Peña
Hace unos días recibí la visita de una comisión de representantes de diferentes países de América Latina para instarme, como activista cubano de derechos humanos, a que los apoyara y tratara de arrastrar a mis compatriotas a participar y apoyar las marchas y protestas de los hispanos en los Estados Unidos. El resultado del intercambio lamentablemente fue de mutuo desconcierto y falta de identificación. Quizás yo esté errado y la razón esté de la otra parte, pero como escribió el célebre Jorge Luis Borges ''lo que uno cree es tan cierto como la verdad...'' Yo les expresé a ellos, y lo hago hoy públicamente a mis hermanos latinoamericanos, que mi filosofía de la vida y mi condición de hispano no me animaba, estimulaba o impulsaba a reclamar en otro país lo que no hemos sido capaces de hacer en los nuestros. Como latinoamericano en los Estados Unidos siento pena por venir a la casa ajena a reclamar y exigir.
Esgrimir hoy que los Estados Unidos tienen que recibir a todo aquél que se le antoje o tenga necesidad, porque es un país que se formó con inmigrantes y ha sido siempre una nación de puertas abiertas, es un atentado al solidario país, es una irresponsabilidad y es soñar con el estímulo de una irrealidad.
Aparte de que la población mundial no puede trasladarse a residir entera a un territorio, ni existe país que pueda soportar un permanente, desorganizado y voluminoso alud humano, es también algo más grave: estamos renunciando voluntariamente a nuestras tierras. Los hispanos debíamos pensar en el sueño latinoamericano. Trabajar para hacer a nuestros países iguales a los Estados Unidos. Sin embargo, la situación es penosa. Todo parece que el objetivo supremo de los latinoamericanos hoy es hacernos residentes o ciudadanos de los Estados Unidos y después llamar a los familiares en nuestros países para que también hagan lo mismo, de manera legal o ilegal.
Los latinoamericanos estamos hechos de una materia prima excepcional. Nos hemos pasado más de 200 años criticando, acusando y condenando a los Estados Unidos y hoy protestamos airadamente para residir en este país. Obviamente el resultado es que no somos muy serios. A los Estados Unidos no debemos criticarlos, ni invadirlos con nuestras masivas emigraciones, tenemos que imitarlos desde nuestros países en el respeto a las leyes, en que no existe la impunidad, en sostener eternamente la libertad, la disciplina laboral, la productividad, el alto nivel de vida, el balance de poderes, en no tener 104 partidos políticos como en nuestros países, y en que no son como nosotros campeones en golpes de estados, corrupción y populismo barato.
Acabándose el año 1990, el régimen de Cuba, utilizando todo tipo de fuerzas, me montó en un avión para Miami, y transmití a mis colegas de lucha en Estados Unidos que me iban a esperar en el aeropuerto que no estuvieran a mi llegada las cámaras de televisión y los micrófonos de radio, como se acostumbra. Aun con las condiciones de refugiado político para mí era un descalabro y un fracaso tener que salir de mi país. Era ceder mi terreno, era como una rendición, era algo penoso. Nunca he entendido a mis compatriotas de las cadenas de TV y radio hispanas de la Florida cuando resaltan estrepitosamente como primera noticia las llegadas de balseros y emigrantes cubanos por diferentes vías, cuando debíamos tapar y no resaltar nuestras faltas ciudadanas. Abandonar la casa nunca debe ser un mérito. Lo hemos hecho los cubanos y lo están haciendo con menos justificación todos los latinoamericanos.
Es imperativa hoy una reflexión de honestidad hispana. Huimos de lo que hemos creado, hemos participado y hemos permitido. No somos el mejor ejemplo para protestar y crear desórdenes y presiones en tierras extranjeras. Se impone la humildad, la gratitud y el acatamiento de las reglas en la casa del vecino. Para mí lo ético es rugir en nuestros países.
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