Monjes cristianos asisten a una misa en la Iglesia de la Natividad, que se alza en el sitio donde se cree que nació Jesucristo, en el pueblo cisjordano de Belén.
Con fecha 5 de diciembre, José M. Burgos publicaba en estas páginas una profunda reflexión sobre la universalidad del sufrimiento.
A esa incontrovertible verdad puede añadirse otra muy consoladora: El sufrimiento no excluye necesariamente a la felicidad.
¡Cuántas madres desgastan sus vidas al cuidado de un hijo o hija enfermos! El amor materno endulza los sinsabores de renunciar a paseos y diversiones por atender al paciente incurable. El amor tiene las llaves de la felicidad.
Lo que se capta a nivel del amor natural, puede admirarse con mayor esplendor en el plano sobrenatural.
El cristiano sabe, sí sabe, pues la fe es un saber superior en cuanto que participa del saber divino, que el mayor bien del mundo, la redención del género humano, no se realizó sin la crucifixión del Salvador.
Desde entonces, los discípulos del Crucificado-resucitado experimentan gozo al compartir los sufrimientos del Señor. Cuando a los primeros apóstoles los azotaban y les prohibían difundir el Cristianismo, ellos salían del suplicio “contentos de haber sufrido aquel ultraje por el nombre de Jesús” (Hech. 5,41). Todos los apóstoles, a excepción de San Juan, fueron martirizados. Abundaron los mártires en los primeros tres siglos de la era cristiana. No iban al suplicio llorando o maldiciendo, sino cantando himnos de alabanzas. ¿Masoquismo? No, sino que la lúcida fe y el amor les absorbían el poderoso instinto de conservación, y les hacían sentirse felices al cruzar el umbral de la muerte hacia la vida eterna.
Con la paz constantiniana, año 313, cobra fuerzas una nueva modalidad de identificación con Cristo doliente, el monacato, primero eremítico o en soledad, y luego cenobítico o comunitario. Se veía como un sacrificio incruento, una crucifixión con los clavos de la pobreza, la castidad y la obediencia. Esa institución subsiste hasta nuestros días bajo el nombre de vida consagrada, y es fuente de felicidad para miles de cristianos(as). También el clero de rito latino vive gozosamente la cruz del celibato consagrado.
Siempre la Iglesia ha exhortado a sus hijos a ofrecer sus cruces en unión con Cristo por la salvación del mundo. El convencimiento de que el sufrimiento tiene valor corredentor es fuente de alegría y consuelo para tantas personas que sufren a causa de enfermedades, penurias económicas, pérdida de seres queridos y otras calamidades propias de “este valle de lágrimas”. Sólo conduce a la infelicidad el sufrimiento al que no se le ve sentido.
Eduardo M. Barrios, S.J.
Miami
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