18 ago 2014


ESPECIAL PARA EL NUEVO 

HERALD




Salía de su consulta de Prado 52, en La Habana republicana sin saber que sería, a pesar de su tartamudez y de algún examen reprobado, el médico insigne de su tierra y nominado siete veces al Nobel de Medicina. Caminaba entre su gente como un genio más, respirando entre deducciones y teorías, el sabor a mar de una isla devastada por el hambre de la postguerra y las víctimas, españolas y cubanas, de uno de los flagelos más terribles de la historia.
El doctor Carlos Juan Finlay de Barrés tenía desde 1881 el instinto y las pruebas experimentales de que el mosquito transmitía la fiebre amarilla, y eso era ya ganar la paz. La epidemia que azotó durante siglos el territorio de “Indias” fue muchísimo peor que la actual plaga de ébola. Decenas de miles de soldados españoles, esclavos y ladinos perdieron su vida a causa del “vómito negro”, como también se le conocía, debido al sangramiento digestivo que producía. En Panamá, las obras del canal estuvieron a punto de sucumbir a los enjambres de fallecidos.
El hoy centenario brazo transoceánico era un criadero perfecto para el mosquito transmisor de la enfermedad. Próximo a la selva, húmedo, caliente y poblado de trabajadores que amanecían y anochecían a merced de las picadas, el surco de agua era un lugar muy probable para perecer. Se estima que durante las dos fases de construcción del Canal de Panamá, la francesa y la americana, los obreros perecían como moscas a causa del mosquito. Se dice que las autoridades francesas minimizaron la epidemia para reclutar más empleados; pero el mosquito, tras picar a un enfermo, era capaz de pasar el virus a varios hombres sanos y eso costó más de 20,000 vidas.
El mosquito era ignorado y el flavivirus poco o nada conocido. Sólo se hablaba de partículas virales en las salas hospitalarias y las asépticas academias de antaño. Su forma de pegarse, su estructura molecular y cómo escapar de él era un misterio, tan difícil entonces como el propio nombre del género, arboviridae.
Pero si algo hizo a Finlay grande fue su persistencia en el éxito. Una y otra vez expuso su teoría, sus hallazgos, la lógica imaginativa y la realidad convincente de sus experimentos. Su talento y su gracia científica fue más allá de las palabras y la envidia. Según la Universidad de Virginia, Finlay usó su experiencia de otra epidemia para sus estudios en la fiebre amarilla. Dedujo que el cólera que sacudió a La Habana en 1867, era una enfermedad transmitida por el agua contaminada, pero las autoridades sanitarias de la colonia simplemente no lo publicaron. Así y todo el doctor Finlay continuó y su amor en mitigar el dolor ajeno fue tan fuerte que llegó a la iglesia para hacer nueva fe. Cuentan que existe una placa en la catedral de Nuestra Señora del Carmen, en la capital cubana, para perpetuar la memoria de catorce Carmelitas Descalzos que se prestaron para los experimentos clínicos.
CONTAGION
La visita del doctor Walter Reed a la Habana en 1900, como parte de la Comisión de Fiebre Amarilla del Ejército de Estados Unidos, dirigida a comprobar los trabajos de Finlay, trajo una cadena de éxitos y conflictos éticos impredecibles. No faltó quien quisiera la gloria del médico caribeño.
El doctor Finlay había descrito hasta los más íntimos detalles sobre los ciclos de vida, alimentación, reproducción y distribución geográfica de los mosquitos. Sabía como evitarlos y que hacer para evadir el mal que había convertido a La Habana, Veracruz, Panamá y Río de Janeiro en un eje epidémico que flagelaba sin compasión. Pronto las autoridades de salud de la Marina de Estados Unidos notificaron a la alta nomenclatura de la nación americana sobre los importantes hallazgos del galeno criollo. El doctor William Crawford Gorgas quien aplicó una campaña de higienización en el itsmo escribió sobre Finlay: “Su razonamiento para seleccionar la Stegomyia (el mosquito) como agente transmisor de la fiebre amarilla es la mejor pieza clínica que se puede encontrar en Medicina en cualquier parte”. Finlay había descrito el “contagion” o vector, el agente transmisor de la enfermedad.
El doctor Crawford Gorgas implementó casi de inmediato el uso de mosquiteros entre los obreros, la fumigación de los edificios, la irrigación con petróleo de los estanques y la eliminación de residuales de agua dulce que podían gestar larvas de Culex y Aedes Aegypti. Como epidemiólogo clínico, Finlay había publicado en su isla natal cómo ponerle fin a la miasma que hizo pagar más que un diezmo a la bella de los mares.
El 15 de agosto de 1914 se abrieron al tráfico las compuertas de las Américas y en su umbral un benefactor recibió los honores de la República de Panamá. El doctor Carlos J. Finlay fue consagrado, entre muchos agasajos, con un busto hecho por el Hospital de Santo Tomás, expuesto muy cerca de donde se salvaron tantas vidas gracias a su perspicacia clínica y su reticencia. Una placa además, guarda su memoria en las riberas del canal de los océanos.
LA DOCTRINA CUBANA
Lo mejor del método finlayista ensayado en el Canal fue su simplicidad y su carácter duradero. Más de un siglo después, los procedimientos establecidos para la contención de epidemias de dengue hemorrágico, la fiebre del Nilo y la malaria, entre otras, siguen siendo las propuestas por el médico camagüeyano. En el libro Finlay: El Hombre y la Verdad Científica publicado en 1987; el doctor José López Sánchez cita que su método de erradicación es conocido mundialmente como la “doctrina cubana”.
El profesor H. Bergstrand, del Comité del Nobel de Medicina del Instituto Carolina, de Estocolmo, dijo en el año 1951 durante la inauguración de la ceremonia anual de los premios: “En 1881, el doctor Carlos Finlay, de la Habana, escribió un tratado en el cual se aseveraba que la fiebre amarilla era transmitida por mosquitos, pero su aseveración atrajo muy poca atención... Este descubrimiento (refiriéndose al Aedes aegypti como agente transmisor) hizo posible combatir la enfermedad aislando a los pacientes de los mosquitos. Se obtuvieron resultados extraordinarios por este simple método. Uno de ellos fue la exterminación de la fiebre amarilla de la zona del Canal de Panamá, una premisa para poder concluir su construcción”.
Mucho antes, el profesor y médico, Ronald Ross, ganador del Nobel de Medicina de 1902 por sus trabajos en malaria, le había escrito al venerable Finlay: “Me han impresionado profundamente sus trabajos sobre la fiebre amarilla, y durante mi visita a Panamá tuve la ocasión de departir con muchos médicos que le conocen y de justificar así mi impresión personal sobre su obra. Me sería por consiguiente, muy grato presentar su nombre al Comité de Medicina del Premio Nobel, para someterlo a su decisión para el año 1905...”
Hasta el día de hoy, médicos de toda América esperamos, si no es mucho pedir, un título Nobel único, in memoriam, del Instituto Carolina, que devuelva la gloria arrebatada al doctor Finlay de Barrés. Todavía hay tiempo. No es necesario el dinero, ni la hermosa medalla de oro. El Canal nos lo recuerda.

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