El camino emprendido por el catolicismo romano en los 60 durante el Concilio Vaticano II, le conducirá a una profunda crisis en los años venideros. Lo enfrentado hasta ahora, crisis de fe, escándalos de abuso sexual y corrupción vaticana, palidecerán ante lo venidero: la crisis doctrinal.
Para comprender por qué, es preciso conocer el significado de aquel concilio. Por una parte podría definirse como un intento de renovación a tono con los nuevos tiempos para no perder el contacto con una nueva realidad de corrientes de pensamiento que han ido ganando cada vez más terreno, entre otras, el feminismo, el ambientalismo, la Nueva Era, el pacifismo, la reivindicación de los pobres y la igualdad de derechos de todos los seres humanos, es decir, todo ese gran movimiento que Marilyn Ferguson llamara “conspiración de Acuario”. Por otra, con el “regreso a las raíces”, se comenzaba el proceso de corrección del rumbo torcido hace 17 siglos: el gran desvío de la romanización.
Originalmente los cristianos se ajustaban a principios muy radicales:
▪ La no agresión, que implicaba condenar todas las guerras sin excepción y la pena de muerte, hasta el extremo de que ningún cristiano podia ser soldado ni funcionario público.
▪ No reconocimiento de diferencias sociales. Vivían en comunidad, compartiendo todos los bienes.
▪ Papel destacado de las mujeres, algunas de las cuales llegaron a ser obispos. El propio Jesús otorgó a María Magdalena el mismo tratamiento del que gozaban los llamados apóstoles.
▪ Creencia en la reencarnación. Según Jesús, Juan Bautista era el profeta Elías reencarnado (Mt. 11:14 y Mr. 9:13). Importantes padres de la Iglesia, como Orígenes, defendían esta doctrina.
▪ Ninguna diferencia sustancial entre Jesús y los seres humanos, sino de grados, pues todos éramos hijos de Dios. Jesús era, todo lo más, el Cristo, traducción al griego de “mesías”.
▪ Hermandad de hombres y mujeres libres, sin cardenales ni Papas. “No llaméis padre nuestro a nadie en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el que está en los cielos” (Mt. 23:4).
Por todo esto eran perseguidos ferozmente por las autoridades romanas, pero el martirologio cristiano aumentó el número de adeptos, por lo que esta política fue sustituida por otra a partir del Edicto de Milán promulgado por el emperador Constantino en 313. Numerosos obispos hicieron concesiones a los intereses imperiales a cambio de prebendas. Aquellos que se negaron fueron anatematizados oficialmente como “herejes”. Se aceptó el concepto de “guerra justa”, pero el emperador se arrogaba el derecho a decidir cuál era justa y cuál no; se sustituyó la reencarnación por la resurrección en el Concilio de Nicea (325); la mujer fue rebajada a la más baja condición; se impuso a la población la conversión forzosa; y el título pagano de Pontifix Maximus ostentado por los emperadores romanos sería luego cedido a Damason, el Obispo de Roma, por el Emperador Teodosio, lo cual dio inicio al Papado. Estas reformas allanaron el camino de la Inquisición y de las sangrientas Cruzadas. Roma nunca se cristianizó, sino que fue el cristianismo el que se romanizó incorporando nuevos elementos doctrinales del paganismo clásico y del mitraísmo, religión persa que predominaba entre los soldados.
Del Concilio Vaticano II hasta hoy, la centralización de la Iglesia ha cedido terreno a favor de la colegialidad de los episcopados locales, se ha reducido el burocratismo a favor de una iglesia misionera y ecuménica, se ha asumido el respaldo de las grandes masas marginadas y la defensa de la paz mundial, y se ha dado mayor participación a la mujer. Pero si este proceso se detiene a medio camino y no llega hasta sus últimas consecuencias, enfrentará en el futuro nuevas rebeldías en su propio seno, así como nuevas hemorragias de feligresía. En cambio, si continúa avanzando valerosamente, aunque tenga que enfrentar nuevas oleadas de tradicionalistas, entonces sí regresará a sus verdaderos orígenes, a la Iglesia de los pescadores de Galilea, la de Jesús, la del pez, la que se adelantó dos mil años a su tiempo.
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